“Me contradigo y qué,
soy inmenso y contengo multitudes”

Walt Whitman

Por Nina Ferrari

Estoy por ponerme a escribir y enseguida me asalta en el cuerpo una sensación. Algo me inquieta, me pone a la defensiva. Enseguida la reconozco, es una sensación vieja zorra: la de tener que justificar quién soy, lo que hago (y cómo), lo que siento, lo que amo y de dónde vengo. 
Cualquiera que haya nacido de este lado de la avenida Repartija de Oportunidades la conoce bien: el pobre tiene que demostrar que es honrado, que no es “bruto”, que no es delincuente. La mujer, que es buena madre, que no es “puta”, que es una santa que se las banca todas.
Conozco bien esa sensación, y la detesto. Me asalta cada vez que he estado, de alguna manera, disputando un lugar que históricamente no me pertenece.
Reconozco bien la vocecita de la escuela del disimulo, que indica que lo importante es que no se note: el diente torcido (o ausente), el acento callejero, la pared revocada, el barro en la suela, el consumo problemático. 
No hay problema con que usted sea pobre. Lo importante es que no se note. No da, no es cool. Salvo que usted sea una pobre obediente, que sabe disimular su condición, y sobre todo, que no incomode tocando “ciertos temas”.

 

I) Nobleza obliga
Retomo: antes de comenzar quisiera aclarar que esto es un punteo que intenta aportar a un tema que ha suscitado muchos debates en la esfera pública (y se han replicado en la privada), ya que es un tópico que por acción u omisión nos interpela a todxs lxs argentinxs: la figura de Diego Maradona.
Cuando me invitaron a escribir esto, confieso que me vi en una encrucijada. ¿Por qué debo dar explicaciones? ¿Por qué me siento en el banquillo de los acusados, con los colmillos de la corrección policíaca rozándome el cuello? Seguramente va a haber gente más formada, con mejores herramientas de análisis que las mías para aportar al debate. Pero lo cierto es que, además de una mujer, madre, docente, soy artista. Soy autora y directora de una obra teatral cuyo tema es la violencia hacia las mujeres. Muchos de los textos que escribí en pleno auge del Ni una Menos, se han leído en las aulas y compartido en reuniones de formación. Es por y para ellas que escribo. Porque, ahora comprendo, mi obra me ha trascendido, y estoy la obligación de contar esto, de dar mi punto de vista.  
Escribo con todo lo que soy, errando seguro, pero desde la honestidad. No me interesa fingir ni buscar protagonismo: para eso tengo el escenario. Aquí compartiré solo algunos elementos que constituyen mi postura. Algunos se superponen y hasta se contradicen.
No me preocupa, porque no me interesa tener la razón. Prefiero aprender a pensar con los otros y que las ideas dialoguen con lo real.
Hace rato que ya me amigué con el hecho de que no soy mi certeza, soy mi contradicción.
Ahora bien, vayamos al punto, yo planteo lo siguiente: si pensamos a Maradona solo en términos de persona se nos achica la manta, porque su fenómeno lo ha trascendido como individuo. En vida, era un ídolo, la encarnación en la tierra del sueño de todos los de abajo, un hombre polémico en cual todos proyectaban tanto sus aspiraciones como sus miserias y frustraciones. Pero una vez muerto, dejó de ser un hombre, y se transformó en un mito. Propongo pensarlo como un fenómeno abierto: una conversación colectiva, donde podamos trascender el binarismo de “es un dios incuestionable” o “se cancela por violento”. 
Vamos por partes, dijo el despostador.

 

II) Pálido reflejo
Unos meses antes de la muerte de Maradona, en un grupo de whatsapp de la escuela, compartieron una foto de él ya en su etapa final, con un considerable deterioro, y los compañeros comentaron algo así como “pobre, cada día está peor, un desastre ese tipo”.  
Yo sentí (vaya a saber por qué) la necesidad de salir en su defensa, y lo que dije (lo que escribí), me sorprendió. No me había dado cuenta de que sentía eso, hasta que me leí. Me salió directo del corazón. Aclaro: no soy futbolera fanática, en general no estaba muy al tanto de las andanzas del Diego. Les respondí:
–Yo lo amo. Lo amo muchísimo. Siento una conexión inexplicable. Lo amo, pero sobre todo, amo lo que le pasa a la gente con él. Me conmueve, no puedo evitarlo. Y me hace muy mal verlo así. Necesito quedarme con el recuerdo del momento de su mayor esplendor. Creo que algo de mí necesita dejarlo ubicado ahí. 
–Qué raro, me dijeron, siendo que trató tan mal a las mujeres toda la vida.
–Lo sé. No lo puedo entender ni justificar. Es lo que me pasa. Y me la banco.
Y acá les voy a contar mi peor miseria: llegó un momento en el que no quise saber más. Algo de mí necesitaba no enterarse. Cuando me venían a contar detalles del daño que había causado, cerraba los oídos. Dejaba de escuchar. Sé que es miserable, pero es así. Me hago cargo; siento un amor inexplicable por un hombre que ejerció violencia sobre muchas mujeres, siendo que yo también la sufrí, y la conozco de primera mano.  Es así: no me interesa mentir.
En palabras de Martina Cruz, en su poema “Parto”:

Ayer entendí
que cuando digo
extraño a mi viejo muerto
estoy diciendo
extraño al tipo que le escupió 
en la cara
a mi mamá.

 

III) La violencia
Uno de los temas que tomó relevancia en el debate sobre la figura de Maradona, es la violencia. No voy a decir nada nuevo: es un fenómeno complejo, multicausal y tiene muchas aristas. Lo he investigado a lo largo de toda mi vida, y de hecho, es el tema central de toda mi obra. Considero que es el mal de nuestra época, vivimos tiempos cada vez más violentos, agudizados por la desigualdad estructural. 
Para hablar con seriedad del tema, debería desarrollar un texto aparte.
Sí, me siento en la obligación de puntear ciertos títulos, por respeto a las demás mujeres que han sufrido violencia, y se sienten (con razón) ninguneadas.  Hablo en primera persona porque he sufrido violencia y considero que justamente eso, me da autoridad para hablar del tema.  

En Argentina, durante la última dictadura militar, el Estado ejerció violencia sistemática sobre el pueblo argentino. 
Una parte de los responsables fueron juzgados y condenados (el proceso en todo estado de derecho) pero las fuerzas policiales que aún patrullan los barrios obreros de Argentina conservan esa matriz, y no han sido juzgados ni condenados.
Esa violencia sistemática persistió en la sociedad como sistema vincular: somos los hijos de la violencia. Nuestros padres y abuelos crecieron normalizando el maltrato verbal y físico. Y, como consecuencia, derramó hacia los más vulnerables: las mujeres, las disidencias y los niños. Como nos mostró aquella genial viñeta de Quino, donde el más fuerte se va “desquitando” con el más débil (débiles en términos de que estaban en una situación desigual material y simbólicamente para defenderse). El hilo se corta por el lado más fino.

Negar la violencia sistémica e histórica hacia las mujeres, hoy debería considerarse negacionismo. Todas las mujeres hemos sufrido en mayor o menor medida abusos, en todas las historias familiares hay al menos una violación, cada día una una mujer es asesinada por la violencia machista. Y en la clase obrera, por supuesto, la opresión ha sido doble: de clase y de género. No es un parecer: lo demuestran las cifras. Datos, no opinión.

 

El movimiento feminista argentino ha producido una verdadera revolución social. 
El fenómeno Ni una menos logró que la causa feminista deje de ser un tema de minorías y pase a ser agenda de las mayorías. Quien más, quien menos, todas las mujeres nos sentimos atravesadas por el fenómeno, es innegable. No sucedió solo en las clases medias (sí penetró muchísimo más), se extendió en toda la sociedad.
A todas nos trajo preguntas, que suscitaron más de una conversación de sobremesa y de alcoba. Fuimos observando cómo las mujeres en los barrios se fueron (nos fuimos) plantando, y cuestionando lógicas rancias de subestimación y desprecio, que hasta entonces, se reproducían con total normalidad.  Cualquier persona que camine el territorio, lo sabe.

La violencia es un problema grave, urgente, difícil de comprender y más aún de abordar.
Frente a esta complejidad, muchos optan por negarla o relativizarla. No me extraña: uno de los mecanismos de defensa de quienes sufrimos violencia es ocultarla o minimizarla, para no enfrentar el dolor que implica asumirla. Asumirla en toda su dimensión: reconociendo y distinguiendo quién la ejerció (que muchas veces fueron quienes debían protegernos, o de quien nos enamoramos perdidamente) pero también reconociendo cómo se introyectó y anidó en nuestra psiquis. Ojalá fuera una bacteria, a la que le encontramos un antibiótico y se resuelve. O un tumor, que se extirpa y se echa a la basura (muerto el perro se acabó la rabia). Pero no funciona así.
Lejos de juzgar, comprendo a cualquiera que necesite creer. En las soluciones mágicas, en las fantasías de venganza, en las medidas drásticas. Yo lo hice, yo lo hago. Es la forma que tengo de sobrevivir en este mundo hostil. Pero para resolver problemas complejos y estructurales, con las convicciones, la fe y las buenas intenciones no alcanza. De ambos lados del mostrador, lo digo. La realidad es como es, no como quisiéramos que sea.

 

Necesitamos creer que existe esa solución mágica, que con el punitivismo del escrache, la cancelación y los slogans vamos a derrotarla.
Pero las cifras demuestran lo contrario. Aquí cabe aclarar que mi postura es anti punitivista (hacer justicia por mano propia, escrachar y etc.) y en contra de la cultura de la cancelación, la cual considero aberrante. Pero es cierto, por otro lado, que han sido reacciones (erróneas, sí) de defensa de un colectivo que venía soportando y cargando con la desigualdad y poniéndole el cuerpo a la violencia. Y cualquiera que esté en una situación de opresión y riesgo, tiene derecho a defenderse. Seguramente hemos fallado, pero es justamente porque estamos aprendiendo a hacerlo. Tenemos siglos de haber asociado la capacidad de soportar el daño como una virtud,  en contra. 

Quienes ejercen violencia deben ser juzgados (como cualquier otro delito) y, eventualmente, condenados.
Así funciona el Estado de derecho. Si vamos en contra de él, vamos en contra nuestra. Por otro lado, sabemos que la justicia es ineficaz, no da respuesta al emergente de la violencia. Un problemón. Lo sé. ¿Cuál es la solución? Seguramente la construyamos colectivamente. De nuevo: es un fenómeno muy complejo, cuya erradicación va ser un proceso largo y doloroso, y además, va a requerir que podamos distinguir sus causas y efectos. Pero, difícilmente podamos encontrar la solución si no comprendemos el problema.

 

Hecha esta aclaración digo:
No comparto la postura que busca minimizar o relativizar la violencia que sufrimos (o hemos sufrido) las mujeres, pero tampoco me parece acertado reducir a Maradona a la condición de violento. Así como nosotras no somos solo lo que nos pasó, no debemos dejar que eso nos defina: somos más que un abuso o una relación violenta. De hecho, es esta afirmación, la que nos permite salir del espiral, reponernos y empoderarnos. Maradona fue un violento, pero no solo un violento.  Lo fue, además, en la misma medida que lo fueron prácticamente todos los varones de esa generación y la anterior. La estructura patriarcal fue su escuela. Todos, hijos de su época. Por eso no comparto el slogan que dice  “hijos sanos del patriarcado”, porque  considero que la violencia es una enfermedad, así como la adicción es su prima hermana y el abandono su padre no reconocido. 

IV) La pasión
A quienes afirman que “el fútbol son once tipos corriendo detrás de una pelota” yo les contesto que entonces, el sexo son dos (o más) personas frotándose y que la muerte es apenas un sistema complejo dejando de funcionar. 
Lo que humaniza estos sucesos, lo que le otorga sentido es por supuesto, la carga simbólica. Todo lo que proyectamos, lo que se nos juega ahí.
Hay gente que nunca se sintió más viva que jugando fútbol , o viéndolo, por carácter transitivo. Yo los entiendo, porque es lo que me pasa a mí con el arte. La existencia busca absorber esa sustancia, esos destellos de conexión en presente continuo.
Repito: no soy fanática del fútbol, provengo de un hogar donde sí lo eran (lo son), y he visto cómo, en épocas álgidas, los varones de la familia, solo donde podían conectar ahí. Como sucede con el humor, el juego,  la poesía y la música. Un lugar donde todavía (más allá de grietas y diferencias) podemos estar juntos, sintiendo lo mismo. Nada más y nada menos.
La pasión es una fuerza irracional que nos mueve y nos conduce. Otorga sentido en momentos de incertidumbre y desesperación. Por eso, está tan asociada a lo sagrado.

V) Lo sagrado
A finales de  los años noventa, con mis amigos de la murga, andábamos sueltos por las calles de Moreno, emborrachándonos hasta la inconsciencia con cervezas Quilmes de un peso, tomando remises truchos, un poco para matar la incertidumbre y otro poco buscándole sentido a la existencia en un país que se venía abajo, al ritmo de las instituciones sociales que ya no podían ni sabían contener semejante crisis. 
En aquellos años de austeridad, en la que juntábamos monedas para hacer un guiso barato de papa y cebolla, nos la pasábamos todo el día escuchando a Charly García. Su música magistral, que parecía haber sido compuesta en el cielo, y sus letras que nos hablaban al oído, fueron acompasando aquellos años críticos, en los que nos poníamos en riesgo, mucho más de lo que en ese momento podíamos mesurar. 
Es cierto: Charly no nos llenó los bolsillos, no le consiguió laburo a nuestros hermanos, no saldó la deuda que ahorcaba a nuestros viejos. Pero nos acompañó. Nos brindó esa sensación de no estar solos frente a la oscuridad y el silencio. Y un dato no menor: en aquellos años, él (al igual que Maradona) fue uno de los pocos ídolos populares que nos hizo sentir orgullosos de ser argentinos.
Hoy en día, seguimos sintiendo por Charly una lealtad absolutamente irracional. Como si fuera un miembro de nuestra familia. Se meten con él, se meten conmigo, repetimos, como un mantra.

Hace poco, Clari, una compañera de la escuela, me contó que los últimos meses, mientras cuidaba a su madre, a la cual un cáncer fulminante la estaba devorando, a la hora de la siesta de ponían el programa “Casados con hijos” y lloraban de la risa. 
–Todos son graciosos, pero María Elena, es sublime. Lo que me ha hecho reír esa mujer, en el peor momento de mi vida. Se lo voy a agradecer siempre. 
Automáticamente lo enlacé con el recuerdo de un señor, en el velorio de Maradona, mientras prende una vela y le escribe “gracias” , cuenta a cámara:
–La felicidad que nos dio este tipo. Salía a la cancha y le rompía el orto a todos los hijos de puta. A veces, ni para comer teníamos. Pero era verlo en la tele, y sentirnos felices, por lo menos por un rato. 
También recordé que Damián, siempre cuenta esta historia: en su casa no había libros, vivía en un asentamiento en condiciones precarias. Su madre trabajaba como empleada doméstica y un día trajo una bolsa con cosas que estaban por tirar sus patrones. Entre ellas, había un libro de Oliverio Girondo. A partir de ese momento, él se volvió fanático de su poesía, y para enamorar a la chica que le gustaba, le mandaba poemas de Girondo a los que le cambiaba algunas palabras. Hoy Damián es poeta, tiene publicados dos libros, una comunidad virtual que lo lee a diario. Podrán imaginarse lo que la figura de Girondo significa en su vida. Lo que a Clari, Erica Rivas; lo que a nosotros, Charly; lo que al señor del video, Maradona. Y siguen las firmas. 
La categoría de ídolos le queda chica: los que transforman tu vida para siempre, pasan a ser dioses.
A lo largo de los años, vamos completando nuestros altares con estas figuras que nos inspiraron, nos conmovieron, nos hicieron volver a creer. 
Todo aquello que nos conecta con la vida en los momentos más oscuros, se vuelve sagrado. 
Por eso, comprendamos, es muy difícil intervenir en lo que es sagrado para el otro.

 

VI) Viento de época: progresismo y confusión
En estos últimos años, quien más, quien menos, todos mordimos aunque sea un bocado, del banquete progresista que buscaba, a través del discurso de la corrección política y la cancelación, individualizar las responsabilidades de problemáticas socio-políticas. 
Un progresismo que se jactaba de ser laico, pero que reproducía los mecanismos de manipulación de los dogmas religiosos:  la culpa y la vergüenza.  
Resultaba ser que, ahora la clase obrera debía pasar por el laverap de la corrección política lo que decía, cómo lo decía, lo que sentía, cómo se vestía, y hasta qué comía. Según este postulado, al revisar el comportamiento personal (al reprimirse), se resolvería el problema estructural de la violencia hacia las mujeres y la discriminación de las minorías. Bueno. No sucedió. La matriz se sigue reproduciendo, la desigualdad material sigue intacta, solo con personas repletas de culpa que “hablan correctamente y votan bien”.
Es esa misma doctrina la que marca la cancha del debate público,  que indica en nombre de la libertad y los derechos (sic) lo que sí se puede o no se puede decir, hacer, pensar o sentir.
Este progresismo que se para en el podio de la superioridad moral e intelectual, lamentablemente ha avanzado mucho en espacios populares que defienden causas genuinas. 
No sé bien en qué momento pasó, pero al parecer, en vez de juntarnos a resolver problemas, disputar poder, gestionar políticas públicas, ahora militar una causa pasó llamarse activismo, el cual promueve señalar con el dedo la otredad y tener debates (que no conducen nada) en las redes sociales. Este nuevo deporte retórico, consiste en reafirmar lo que se piensa, desde una moral higiénica, y poniendo el problema siempre en el otro, que por supuesto, está equivocado, “es un fanático, un facho, un machirulo, un zurdo empobrecedor”, y otras etiquetas por el estilo.  

VII) Cuestión de clase
Dice Leonard Cohen: “A veces uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado”.
Cuando Maradona murió, leí posteos de compañeras que expresaron su descontento al ver cómo, en el fragor de la conmoción, muchos varones aprovecharon para lavar sus culpas y no responsabilizarse de la violencia que habían ejercido a lo largo de su vida, ninguneando y relativizando el reclamo de las víctimas. Las comprendí en su dolor. Tenían razón.
Ahora bien, también observé como otras, aprovecharon el río revuelto para mostrar la hilacha. Florecieron toda clase de resentimientos personales confundidos como causas sociales. También vi gente formada y del ámbito académico atacando el fútbol como deporte y de paso cañazo, todos los fenómenos de masas. Escuché toda clase de injurias e insultos hacia la figura de Maradona, como persona, pero más aún, lo que su figura emblemática representa.
Vi gente intentando obtener protagonismo y sacar tajada, con el cadáver del muerto aún tibio. En ese momento, descubrí qué era lo que me hacía ruido. Pude ver los hilos clasistas que se escondían atrás de esos discursos. En la crítica a ciertos íconos (entre ellos, demás está aclarar, el de Maradona), de sus usos y costumbres, se filtraba el profundo desprecio que tienen por lo popular y lo nacional. 
Los puedo distinguir, los he padecido en carne propia: un sector pseudo intelectual, parado en el podio de la razón, que le teme más a su propio cuerpo y sus emociones que a la policía, y se valen de sus parabólicas argumentales para quedar siempre como unos capos y que nosotros nos sintamos en falta.

 

Los puedo reconocer: escépticos que nos quieren hacer sentir estúpidos, brutos e ingenuos por creer en nuestros dioses: dioses impuros, perseguidos, bastardos, pobres, aquellos “que no quieren sacrificios, sino amor; que no buscan a los justos, sino a quienes han pecado”. Que creen que tienen la potestad de darnos lecciones de vida, y no tienen idea de cómo se templa el espíritu en el llano de lo real. 
Yo lo conozco bien, ya les saqué hace rato la ficha: hedonistas del confort que se identifica con “los buenos valores”, que se auto perciben como “gente como uno, gente bien”, a la que pareciera que le tenemos que pedir disculpas y dar explicaciones por ser como somos, amar lo que amamos, equivocarnos como nos equivocamos, tener la cantidad de hijos que tenemos, consumir lo que consumimos. 
Me pasó pasó exactamente lo mismo que al Negro Dolina:
¿Sabe por qué defiendo a Maradona, señora? Por gente como usted”. 
Hay una cuestión de clase ineludible en el fenómeno Maradona: cada vez que lo atacan, nos sentimos atacados en nuestros valores y nuestra praxis como clase. 
Diego Maradona no se vendió, no les dio el gusto. No agachó la cabeza. Los enfrentó. Desde una casilla de Villa Fiorito, en patas y con mate cocido en la panza, recogió la bandera de nuestra identidad como parias, y nos llevó a la victoria. 
Con su destreza deportiva magistral (reconocida internacionalmente), les escupió en la cara, a los tilingos, a los poderosos, a sus detractores que son también los nuestros.
Venganza de los pobres.

VIII) Corolario
El 25 de noviembre del 2020, como coronación de uno de los peores años de nuestra historia, Diego Armando Maradona muere.
Inmediatamente, el estadio de Nápoles se rebautiza con su nombre y con el transcurso de las horas, se convierte en un santuario.
Un hincha de River y otro de Boca se abrazan, llorando, en el velorio
Un señor mientras prende una vela y llora, dice a cámara: a veces no teníamos para comer y él nos daba un rato de felicidad.
A lo largo del mundo, tanto técnicos como jugadores  salen a la cancha  con la camiseta 10.
El capitán de los All Blacks, equipo de Rugby de Nueva Zelanda, apoya en el césped una camiseta de su selección con el número 10 y el nombre Maradona.
En Siria, un artista plástico realiza en una casa bombardeada, un mural a manera de homenaje.
Se viraliza un video de un niño africano que imita las jugadas icónicas del astro, y el rostro de felicidad al lograrlo, atraviesa como una bala directa al corazón, las pantallas.
Un indigente pega en la pared de la vereda donde duerme un cartel con una foto de Maradona que dice AD1OS.
Te puede no gustar el deporte, te puede desagradar la persona. Podés estar en desacuerdo con ciertas ideas o argumentos. Pero hay que tener el corazón de piedra o estar muy chicato para no ver en todo esto un fenómeno conmovedor.
Y, para ser franca, yo no quiero ni me interesa pertenecer a un grupo o ideología que me ampute la capacidad de conmoverme. Yo no sé ustedes, pero yo, no voy a permitirlo de ninguna manera. No estoy dispuesta.

 

IX) Pleitesía
Lloré muchísimo cuando murió Maradona, y creo que de paso, volví a llorar a todos mis muertos. Y tuve la certeza absoluta (lo sentí en el cuerpo) que nos dio una mano para ganar la Copa América. 
Lloré a un dios: un dios impuro, terrenal. Talentoso, valiente, osado, pícaro, irreverente. Y también adicto, violento, progenitor abandónico. 
Cuando lloraba a Diego me daba cuenta de que estaba llorando todo: no se podía “sacar una parte” y quedarme con la que me convenía.
Tuve que hacerme cargo de que estaba llorando a un hombre, que representaba todo lo que amaba y odiaba de los varones. Incluidos los de mi familia.
Es cierto: ahora me permito sentir una devoción y un amor excesivos por la figura de Maradona, las cuales se incrementaron exponencialmente después de su muerte, entre otras cosas por el fenómeno cohesivo que tuvo. Estábamos todos sintiendo lo mismo al mismo tiempo, y hay pocas sensaciones que me conmueven más que esa, como si fueran cien estadios repletos gritando un gol al unísono.
Un orgasmo social.
Quizá quienes no son afines de los eventos masivos y populares desconocen esa sensación expansiva y de pertenencia. Yo la encuentro en las marchas, los estadios, las peregrinaciones, en las salas de teatro y cine. Esa sensación es la que busco constantemente, a la que vuelvo. Por eso me dedico al arte. Por eso dirijo obras de teatro y doy clases. Por esa sensación de comunión que me conecta con algo que me contiene y a la vez me expande. 
El motor y la causa de mi vida consiste en rendirle pleitesía.
La muerte de Maradona fue, de alguna manera, una comunión.
Me reconcilió con mis hermanos, con gente que me caía mal, con la que me costaba tener algo en común. Pero lo más importante: con el recuerdo de mi padre fanático del fútbol contando con lágrimas en los ojos que recordaba pocas veces haber sido tan feliz como en el mundial del 86. 
Omni mors aequat. La muerte lo iguala todo.
Como si fuera que algo de todos murió ese día, y a la vez nos dejó algo que nos mejoró. Suele suceder: la muerte devora la carne de las miserias y escupe los huesos de la gloria.

X) Ascenso y resurrección
Trascendere: quien sube de un lugar a otro.
Maradona, a partir de su muerte, ha dejado de ser persona, y se ha transformado en un mito. 
¿No son acaso los mitos un fuego donde se forjan nuestras armas y también nuestras cadenas?
El mito ha trascendido al hombre. 
Es un recipiente inmenso, ubicado en lo superior, que contiene multitudes. 
El mito de un mesías de barro que vino a encender la lumbre de la promesa de que vale la pena soñar. El que demuestra que uno de los nuestros pudo. Una deidad impura a la que acudimos cada vez que nos quieren pisotear, o que perdemos la fe. Un Sísifo en harapos condenado a la pendiente eterna, que aprendió a hacer jueguito con la roca, gambeteó los obstáculos de lo posible y tocó el Olimpo con la mano de Dios. 
Una flecha encendida con su gloria (que es la nuestra) que atravesó la existencia terrenal y se sigue expandiendo hacia el más allá. 
Su figura mítica arde, eterna, en el fuego de lo  sagrado. 
Va a ser imposible apagar tanto Diego.

 

XI) Del berenjenal se sale por arriba (?)
Hace un rato, mientras terminaba de repasar este berenjenal en el que me metí, borré varias aclaraciones excesivas y pedidos de disculpas. Es absolutamente sintomático: siempre las de abajo sentimos que tenemos que pedir perdón y disculpas por tomar la palabra.
–¿Para qué me metí en esta camisa de once varas? le pregunto a mi hijo.
Él se ríe. Me carga:
–Preparate viejita que se viene la cancelación en tres, dos, uno. 
Sé que podría haberme quedado en el mazo, y de paso ahorrarme un problema. Porque sé que no estoy diciendo lo que se quiere escuchar, porque no me estoy alistando en las filas de los slogans de época. Sé que habrá consecuencias, que voy a recibir más de un vuelto, que pone incluso en riesgo mi trabajo. Lo sé, y como dije más arriba, lo asumo. 
La sensación persiste. Nunca alcanza. Siempre voy a tener que defenderme. Van a intentar una y mil veces que sienta vergüenza y culpa por ser quién soy, hacer lo que hago, y desear lo que deseo. Por ser quien soy, en definitiva.
Por suerte, cuando eso pasa, voy hacia un lugar en mí que me reivindica. Que se le planta a los de arriba, que les escupe poemas en la cara a los estirados, que no se olvida su origen. 
Ese lugar de dignidad y grandeza en mí, tiene nombre y apellido: se llama Diego Armando Maradona.

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